La solución como problema

Tiempo de escucha o lectura: 3,5 min

Cuando estaba estudiando la carrera de ingeniera en computación, entre otras cosas aprendí cada vez más a mirar al mundo y a los otros como problemas a resolver. Tener una mente abstracta es hermoso y siempre me permitió abordar todo desde ángulos diferentes y encontrar de una manera original y rápida, soluciones a desafíos tanto propios como ajenos. 

Sin embargo, esta claridad que tenía para resolver problemas me llevaba con frecuencia a dar consejos no solicitados para sacar a todo el mundo de sus conflictos. Algunas personas valoraban esto, y muchas otras, no. 

Durante años no entendí cual era el problema, ¿por qué no le gustaba a la gente recibir consejos útiles? Hace poco me terminó de cerrar. A través de una gripe. Sucedió que cada vez que compartía mi malestar con personas cercanas recibía una avalancha de estrategias: “tenés que tomar tecito con miel y limón”, “¿cómo andás de vitamina c?”, “tomá propóleo que nunca falla”. Solo obtenía consejos y mi frustración crecía. Me di cuenta de que lo que buscaba, sobre todo, era conexión, diálogo mediado por una sopa calentita. Los consejos, a veces, no crean conexión porque se pueden recibir como "acá tenés tu solución, ahora seguí tu camino". Lo que yo quería era ser escuchada. Porque cuando hablamos y alguien nos escucha con apertura, podemos descubrir lo que sentimos y lo que necesitamos. 

Pero esto se profundizaba aún más a través de esta situación: una amiga me quería ayudar dándome consejos. Yo a eso no lo consideraba una ayuda, pero no se lo hacía saber. Ella insistía buscando soluciones. Yo insistía en querer llevar la conversación a otro lado.

Me enojé mucho con este ciclo infinito, pero no lo expresaba para no ser desconsiderada, desatenta, insensible con las buenas intenciones de mi amiga; y elegía callar por miedo a su reacción. Lo que no entendía era que al no expresar mis necesidades terminaba siendo desconsiderada, desatenta e insensible no solo conmigo misma sino también con ella. 

Caí en la cuenta de que ante una situación incómoda, nuestra primera reacción es tratar de ayudar a la persona a salir de allí cuánto antes (a veces lo que buscamos es no sentir la incomodidad que nos genera su dolor). La comunicación no violenta me introdujo por primera vez a una alternativa a esta reacción: la escucha empática. Practicamos estar presentes, aceptar al otro sin condiciones y no tener un plan de rescate. Esto genera el espacio para que la transformación suceda sola, para descubrir el estado actual de las cosas y para empezar a tener una comunicación directa con el propio saber interno. 

Ahora, soy capaz de expresar a mis amigas y amigos cuándo quiero ser escuchada y cuándo prefiero consejos que también tienen su lugar, y tener esa libertad me hace sentir mejor de inmediato. Cuando encuentro a otros en problemas simplemente pregunto ¿cómo puedo estar ahí para vos? ¿qué necesitás?

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